21 de diciembre de 2012

El fin del mundo

En cuanto el reloj dio las doce todos miraron al cielo expectantes esperando a que pasara algo. Una capa de nubes rojizas lo cubrían pero si un meteorito viniera en nuestra dirección se vería, seguro. Otros, a orillas del mar, intentaban seguir el resplandor del faro para buscar una ola gigante surgida de la nada pero lo único que encontraron fue oscuridad. El suelo no tembló, la lluvia no empapó las faldas de la Estatua de la Libertad y la lava ardiente de volcanes supuestamente dormidos no había abrasado hogares ni caminos.
Como era de esperar el mundo no había llegado a su fin y algunos incluso llegaron a encontrarse con la una pequeña sensación de decepción. El mundo tal y como lo conocemos no iba a acabar, pero sí el suyo.
Lo había ido perdiendo casi todo en poco tiempo pero aun así intentaba seguir adelante porque todavía la tenía a ella. O eso pensaba. Se acostó imaginando a los crédulos que a estas horas seguían temiendo el fin del mundo sin saber que el final del suyo estaba cerca. Muy cerca.
Y no fue un meteorito lo que hizo que llegara. tampoco una ola gigante, ni un terremoto, ni si quiera las interminables lluvias ni las furiosas erupciónes de los volcanes más recónditos.
Simplemente una triste llamada de teléfono.

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