19 de enero de 2014

Caronte

Llegué a la orilla de un río cuyo cauce se extendía más allá de lo que alcanzaba mi visión quizás porque mis ojos estaban empapados en lágrimas una vez más. Me arrodillé para mirarme en las aguas pero en vez de devolverme el reflejo de mi rostro me devolvieron el  de mi mente pues estaban turbias, bravas,  agitadas, descontroladas y revueltas. A punto de desbordarse.
Me levanté buscando en los alrededores un puente o cualquier otra cosa que me ayudara a cruzar al otro lado pero no había nada que me pudiera servir incluso pensé en meterme en él pero enseguida lo descarté porque no sabía su profundidad y probablemente la fuerza de las aguas acabaría hundiéndome y ahogándome. No tenía salida.

Pasé en esa orilla sentado no sé cuánto tiempo ¿horas? ¿O fueron meses? Perdí la noción del tiempo hipnotizado por los latigazos que pegaba el agua y el rabioso ruido de la corriente, pensando una y otra vez cómo había llegado hasta allí, preguntándome por qué no encontraba el camino para seguir. Era tal la rutina de aquel paraje que me aprendí toda pincelada con tal lujo de detalle que aun hoy podría reproducirlo con exactitud. Sin embargo,  hubo un momento en el que descubrí algo diferente, algo que tal vez había estado ahí siempre y no había sido capaz de prestarle atención.
Entre la bruma que se formaba se dibujaba de vez en cuando una sombra tambaleante  que iba y venía pero que nunca alcanzaba a verla claramente. Me levanté y le hice señas con los brazos y tras varios intentos la sombra empezó acercarse. Ansioso caminaba de un lado para otro esperando la llegada de la que podía ser mi ruta de escape que no era otra que una destartalada barca guiada por un viejo. Me tendió la mano pidiéndome algo pero no llevaba nada encima. Le dije que no podía pagarle pero insistió hasta que me di cuenta de que no me estaba pidiendo nada sino que estaba ofreciéndome ayuda para subir. Con cuidado puse un pie en la barca y casi perdí el equilibrio pero el viejo no pareció inmutarse y cuando me senté cogió con gran destreza el remo y empezó su trabajo.
Para mi sorpresa no tardamos nada en llegar al otro lado, pude incluso haber llegado de un salto pero desde la otra orilla parecía todo tan diferente que tenía miedo de avanzar.
Cuando bajé y me giré vi que las aguas se habían vuelto mansas y que la bruma empezaba a disiparse. Le pregunté al barquero si tenía que pagarle ahora pero negó con la cabeza antes de decirme que ya había pagado el precio antes de llegar, que mis errores me habían llevado hasta allí y que solo  el haberlos asumido le permitió manejar la barca por las coléricas aguas.

Observé por última vez el río que ahora bajaba tranquilo, manso, incluso lo veía ridículo. Quise darle las gracias al viejo  pero ya no había ni rastro de él así que empecé  a avanzar sin saber realmente hacia donde me dirigía pensando que tarde o temprano me lo volvería a encontrar pues también, tarde o temprano, volvería a errar.

4 de enero de 2014